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#1 Me ha parecido una novela muy buena. Una visión ácida y amarga de la decadencia de la sociedad occidental y su confrontación con otras culturas.
#2 LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES QUE SELECCIONAN LECTORES En literatura hay un estadio muy difícil de alcanzar que imbrica la excelencia en el uso del lenguaje y sus formas y contenidos con aquello que resaltaba Heidegger y que llamaba «la máxima concentración», aquello que es inefable y que resiste impertérrito a la ingenuidad de las investigaciones académicas, lo que impide acceder al lenguaje cuando se encuentra en estado de máxima concentración, cuando es «la totalidad del ser», es decir, impide acceder a la literatura. Toda visión dogmática (y el racionalismo también puede serlo) excluye el «misterio», su condición intermedia entre la espiritualidad y una articulación física. Me recomendaron a Michel Houellebecq hace años, con la advertencia de que «era muy duro, un sociólogo implacable, muy misógino», cosas así; y lo cierto es que me alegro de haberlo conocido a mi edad y con cierto criterio literario que desdeña inmediatamente los juicios morales (y aun las reflexiones éticas) y sorprenderme y aprender con perplejidad que las vueltas que se le pueden dar al arte novelesco son inagotables, pero que la necesidad de identificarse del lector con lo que está leyendo (generalmente grotesca y que lo vuelve tan manipulable que aúpa a las cumbres del mercado libros como los de Rowling, Bucay o Coelho) es también imperecedera, pero pétrea y misoneísta. Es cierto que Houllebecq es sociólogo, y ahí acaba la información relevante que deberíamos tener sobre él: porque sus libros hablan de otra cosa. A nadie se le ocurriría creer que en Otra vuelta de tuerca, Henry James está contando los avatares de una joven criada, aunque su intención a primer nivel sea esa, o que Raymond Carver en Recolectores está muy interesado en la venta de aspiradoras a domicilio. Una amiga me preguntaba hace poco qué estadios veía en Houllebecq, porque ella solo creía ver uno. A mí me pareció, por lo pronto, que si ceñimos su lectura a lo más esencial ya tenemos dos: el primero, a nivel cutáneo, se centra en los campos de batalla ideológicos que va sembrando (el sexo, el dinero, la agresividad y la competitividad en las relaciones personales). Michel sabe que el lector quiere, necesita, catalogarlo y de ahí su extrema magnificencia: ¿quieres identificarte identificándome a mí? ¿No quieres ver al escritor sino a un trasunto tuyo como lector? Pues ahí va. Los que quieran pensar que escribe lo que escribe porque es un misógino, un marica resentido, un cornudo complaciente amargado, etc. ya tienen donde masticar. El segundo estadio, más genérico, y destinado a aquellos que creen que la literatura es historia, o sociología, o psicología, o matemática, lo integraría lo que dice de esta sociedad: cómo es para el narrador identificado que está contando la historia el mundo en el que se desenvuelve. Y ahí está el segundo gancho con cebo que tiende a las aguas turbulentas de la mente humana: porque no es él el que está hablando, es su personaje, algo que se olvida rápidamente sumido en la vorágine demencial de repugnancia que suscita la forma de pensar de su criatura. Y después viene el gran salto al vacío que lo convierte en un creador de talla única. La indagación en la probabilística existencial que hiciera a Kafka tan distinto, a Kundera tan distinto, a Virginia Woolf tan distinta… Houllebecq se vale de un personaje, precisamente, para evidenciar la ingenuidad del lector que necesita identificarse con algo de lo que lee y luego te va vapuleando con una indecisión o locura tras otra, con una indeterminación que llegado un punto te remueve las entrañas y te deposita en el lugar exacto en el que empezaste a leer su libro preguntándote: «¿Pero...?». No hay respuestas, por fortuna, en sus libros y las aparentes críticas sardónicas y con tintes cínicos se quedan en un velo gaseoso de captación de lectores cuya pátina gotea meses y meses sobre ti. Las partículas elementales, Ampliación del campo de batalla, Plataforma, etc. son ya clásicos literarios de un sujeto que vive y colea, inquieta y desazona, muerde y exhibe puntas de luz en la más recóndita oscuridad para luego apagarlas cuando el lector se ilusionaba. Todo lo que escribe sugiere un cabreo permanente (sobre todo con el lector) que a él le sirve para escribir el siguiente libro; por sus páginas pululan decenas de personajes que también están cabreados, pero ni saben por qué ni les importa (incluso sociólogos y psicólogos se regodean, además, de creer que tienen ciertas claves que los demás no cuando legitiman el juego macabro al que todos jugamos). Si hay que ponerle alguna pega, es la pobreza descriptiva con la que reviste a sus personajes, pues si en un momento determinado es importante para ti su aspecto físico o sus vestimentas es algo que se debería cuidar. Pero en todo caso un implacable cabronazo (escribiendo) que aún no ha dicho su última palabra.