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#1 Al leer poesía nunca estamos seguros de haber desentrañado correctamente cada verso, pero nos conformamos con captar la esencia, el estado de ánimo o de desánimo del poeta, la esquirla de mundo exterior que penetra el propio o viceversa. Parecida sensación nos queda al terminar cada uno de los relatos que componen este libro de Pilar Adón y que publica Impedimenta, fiel a su esmerada y selectiva nómina de autores y obras.
Como advierte Marta Sanz en el prólogo, uno no sabe muy bien a qué atenerse con esta antología y pasa páginas con cierta desazón, sospechando que se le ha escapado algo, que se ha quedado en la corteza de sus posibilidades, que se le han entumecido las meninges y no ha sabido trascender la mera concatenación de sílabas. Paradójicamente, es dicho desconcierto el mayor atractivo de unos relatos que obligan a empinarse por encima de una lectura a ras de suelo, por más que el esfuerzo no garantice el éxito y la comprensión continúe siendo esquiva. Parecería que hubiese sido intención de la poeta y narradora madrileña jugar con el lector a las adivinanzas suspendidas en las elipsis, en la periferia del instante atrapado en la escritura. En un género tan resbaladizo como este, el gran acierto de Adón consiste en haber sabido situar al lector en mitad de unas historias que, como la que engulle a la Alicia de Lewis Carroll, parecen discurrir antes y después de que nosotros irrumpamos en ellas.
EL MES MÁS CRUEL (Abril, para quien desconozca el inicio de The waste land de Eliot) tal vez sea el relato que mejor nos pueda servir de brújula. Más concretamente, el texto de Chéjov que lo encabeza disipa un poco la turbiedad, mostrando el hilo que ensarta las catorce historias: la necesidad –y el riesgo- de un espacio personal contra la intromisión del mundo, de esa habitación propia que patentaría Virginia Woolf para la literatura venidera. Casi todos los personajes de los relatos se enfrentan al conflicto entre el individuo y su tribu, a las consecuencias del aislamiento, pero también de una afectividad no siempre exenta de deseo de dominación. En el relato titulado En materia de jardines, el mejor quizá de la antología, Sara y Olivia se debaten entre la necesidad de ignorarse o invadirse; En Genios Antiguos dos hermanos luchan por preservar su espacio frente a la injerencia del exterior; En El mes más cruel, Flora Marr, invitada durante unos días en casa de su amiga Elvira, no hace sino buscar momentos para escapar de su anfitriona, protegida (?) tras el libro que la aísla en su habitación.
Dos aspectos llaman singularmente la atención en esta serie. Por una parte, el eco inconfundible de los cuentos infantiles, más perceptible en relatos como El infinito verde que recrea el clásico argumento del niño perdido en el bosque o El fumigador, metáfora sobre la alienación de ascendencia kafkiana. En Para que nada cambie Caterina y su madre, pese a no compartir nada más allá del techo que las cobija, hallan un punto de encuentro en la narración de una conocida historia, de la misma forma que los niños insisten para que sus mayores les narren una y otra vez el cuento que conocen de memoria.
Por otra parte, y por extravagante que pueda parecer, constatar que todos los personajes leen produce en nosotros un efecto perturbador. La afición a la lectura establece un inquietante triángulo entre Adón, sus personajes y los eventuales lectores de su libro, y de dicha relación se infieren contradictorias advertencias: leer nos libera y nos condena; nos hace autosuficientes y vulnerables; nos acerca y nos segrega; suma y resta.
El estilo de Pilar Adón es de los que, como cantaba Lou Reed por los setenta, golpean con una flor, de los que asestan los demonios de la realidad conocida en un tono de inocuidad que los vuelve todavía más siniestros.
Un escepticismo muy a lo Pessoa destilan estas sorpresivas y admirables historias de Adón que bien podrían subtitularse cuentos del desasosiego.